… Entonces conocí la famosa cola de Televisión. Consistía en que en RTVE se pagaba los 5, 15 y 24 de cada mes. Había dos ventanillas en las que cobraba todo dios: actores, técnicos, realizadores, administrativos y demás personal. Toda la gran familia mezclados en alegre compaña y todos rezando para que lo suyo hubiese entrado al cobro. En esa cola nos encontrábamos todos y ocurrían muchas cosas. Allí y en la cafetería se establecía un es­pontáneo mercado de contratación, un intercambio de informa­ción sobre futuros trabajos y proyectos por comenzar. O simple-mente se charlaba y chismorreaba. Había compañeros que cogían el autobús para ir allí, a Prado del Rey, a pasar el tiempo libre y dejarse ver en la cola aunque no hubiese nada que cobrar —como aquellos hidalgos de la picaresca que disimulaban el hambre migándose las barbas—. O simplemente a reunirse con amigos en la cafetería. Iban allí para que los vieran los realizado-res y no pensaran que estaban en Toledo, que es lo que se decía del que andaba desaparecido, o sea en el paro.

¡Coño, Fulano! Me habían dicho que estabas en Toledo… Pues ya ves que no.

¡Estupendo porque voy a empezar una cosa y hay algo…! En aquella cafetería me cité varias veces con Jesús Puente, ya terminada nuestra relación pero no nuestra amistad, para charlar.

Y en aquella cola me comentó José Sacristán que se había comprado un piso.

Sí, en una urbanización en Móstoles. Son muy bonitos y están muy bien de precio. Se llama Villafontana. Podrías ir, como tienes esa obsesión con dejarle algo a tus hijos… Me pareció una buena idea. Vivíamos subrogados en Lope de Rueda y quizá, pensé, sería inteligente comprar algo en propiedad pensando en los niños.

Me fui al paseo de las Delicias, donde estaba la oficina, y compré un piso en Villafontana. «El lujo redondo» se publicita­ba la urbanización porque en los pisos había una bañera circu­lar. Me metí en unas letras que complicaron aún más la situación en casa. Yo trabajaba mucho pero en cosas pequeñas, jun­taba muchos pocos y no acababa de sacar la cabeza. Tenía un margen de resistencia mínimo, el hecho de que no trabajara un mes —algo relativamente frecuente en mi profesión— significa­ba la ruina de mi hogar.

La compra de Villafontana, año 1974, demostró mi absolu­ta falta de visión inmobiliaria. Yo no pensaba vivir allí, lo había comprado como inversión. Bien, primero se me metió dentro un compañero que, me dijo, se había peleado con la novia y ne­cesitaba un lugar para un par de noches. Estuvo dos años y medio, tiempo durante el que pagué todos los recibos de suminis­tros porque estaban domiciliados en mi banco. Dos años y medio después el compañero decidió, súbitamente, que pillaba muy lejos de Madrid y se fue. La verdad es que vivía austera-mente. Una colchoneta y una lámpara fue todo lo que encontré.

Me fui entonces a una oficina de alquiler de pisos que ha­bían montado unas jóvenes, propietarias y vecinas en la urbani­zación. Yo les caí muy bien, se rieron mucho con mis desgracias y me dijeron que no me preocupase, que ellas me iban a buscar un inquilino ideal.

Me llamaron al poco tiempo y me fui a Móstoles a conocer al caballero en cuestión y mostrarle el piso. Le gustó, firmamos un contrato y me pagó el mes de fianza. Yo me sentía feliz y por fin dentro del negocio inmobiliario. Cuando hubimos firmado todo el hombre me dio una palmada en la espalda y me dijo: «¡Qué bien, camarada!». Yo le contesté que camarada mi hermano y que yo no era camarada ni de mi padre. Él lo encontró muy gracioso.

Nunca más me pagó.

Pasaron dos y tres meses y nada. Además no se ponía al te­léfono y las chicas de la oficina se confesaban incapaces de encontrarlo. A los cinco meses cogí a los niños, los monté en el autobús y nos fuimos a Móstoles. Me presenté con un juez en el piso, para que autorizara a abrir la puerta ya que mi inquilino estaba desaparecido. Me impresionó lo que vi. Había polvo, por supuesto, pero la casa estaba como si la hubieran tenido que deCuadro de texto:   Cuadro de texto:   Cuadro de texto:   jar a la carrera. La cama deshecha y había comida podrida en el frigorífico pero, salvo por esto, reinaba un orden evidente. El juez dio orden de hacer inventario. Con eso de camarada y con todo el rojerío que había en Móstoles, el sujeto este había deja-do deudas en impagos a medio pueblo. En eso estábamos cuan-do Carlitos soltó una exclamación.

¡Qué desgraciao, encima tiene un jamón! El niño lo miraba con los ojos como platos y salivando. El juez lo advirtió.

Bueno, del jamón no digamos nada —ordenó al pasan-te— y que se lo lleve esta señora.

Fue nuestro primer jamón familiar.

Un dato curioso. Revisando papeles del sinvergüenza este me encontré con que tenía dos carnés, uno del PCE y otro de Alianza Popular. Se conoce que se trabajaba las zonas. Supongo que en Retiro o en el barrio de Salamanca usaría el de AP.

Tras esta experiencia asumí que aquello no era para mí, que no le veía un duro al negocio del alquiler y sólo me daba pro­blemas. Hablé con las chicas de la oficina y en poco tiempo me buscaron unos compradores. Un matrimonio joven en el que todo lo hablaba ella, que además mandaba callar al marido en cuanto éste abría la boca. Me contaron las chicas que el padre de la joven la dejó medio abandonada para irse a hacer las Améri­cas. Y resultó que las hizo. Se forró, recuperó la conciencia pa-terna y le giraba un dineral a su hija cada mes. Así pues, ella era la que mandaba. Le vendí el piso, lo comido por lo servido. Al poco tiempo la mujer me llamó, muy simpática.

Para que veas, Pilar, hay que saber hacer negocios. He al­quilado el piso a un señor y me ha pagado un año por adelan­tado.

Si es que la que vale, vale —dije yo muy impresionada.

Tiempo después vi que ella tampoco había acertado con el inquilino. Salió en las noticias cómo habían detenido en el piso a un narcotraficante. Mostraban imágenes del zulo que había hecho para esconder, bajo la moqueta, la droga.


Soltera, casada, viuda y monja   

Retomemos la historia de la separación. A Carlos le llegó la ci­tación para el proceso eclesial. Era ya de noche cuando me llamó y me dijo que le preparara a los niños, que se los llevaba. Yo le contesté que estaban durmiendo y que era ya muy tarde, casi la una de la madrugada. Le sugerí, en el mejor de los to­nos posibles, que se calmase y que viniera al día siguiente por ellos. Colgó el teléfono y se presentó en mi casa. Llamó a la puerta. A través de la mirilla intenté razonar con él, le dije que no eran horas de molestar a los críos, ni a los vecinos, que lo dejara estar.

—Que sepas que tengo una pistola y te abro la puerta a tiros.

Yo sabía que tenía un arma, claro que sí. Inmediatamente eché todos los cerrojos, incluido el viejo FAX de tiempos de mi madre. La Tita se había despertado y me miraba asustada. No tuve que decirle nada. Se metió en el cuarto en el que dormían los niños y se encerró.

Carlos disparó varias veces contra la puerta. Saltó la cerradura y varios de los cerrojos. El único que resistió fue el pasador de acero del FAX, quizá porque mi madre hacía fuerza también. Yo corrí al teléfono de pared que había tras el recodo del pasillo y llamé a la policía.

—No podemos ir ahora —me contestaron— porque ha estallado el gas en Madrid.

Yo no entendía nada, ¿qué gas?, y le preguntaba al agente si es que no oía los tiros que mi marido seguía descerrajando a la puerta. Me mantenía a cubierto tras el recodo y estiraba mucho el cable del aparato para, ahora me veo ridícula, sacar el auricu­lar al pasillo y que el policía escuchara los disparos.

Pero ¿los oye? Sí, sí, señora, pero que no podemos ir. Lo único que pue­do sugerirle es que salga y vaya a denunciarlo a una comisaría.

¡Pero usted es gilipollas! ¿No ve que si salgo a la que le pegan un tiro es a mí? Mire, señora, hay un follón muy gordo por lo del gas y no puedo mandarle a nadie.

Entonces se me ocurrió otra cosa.

Vale, pues vengan a detenerme por roja. ¡Yo me cago en Franco, en su puta madre y en todo el régimen. Vengan a dete­nerme por subversiva! Ni así me hicieron caso. Colgaron. Llamé a Juan y no daba señal. Luego supe por qué. Efectivamente había estallado una conducción del gas por Cea Bermúdez, la calle de mi hermano, y se habían cortado las comunicaciones.

En mi desesperación se me ocurrió llamar a la cafetería del María Guerrero. Atendió Blas, el encargado, y le pregunté si es-taba por allí alguno de mis amigos. Me dijo que sí, que estaban todos. Se puso Damián, le expliqué lo que pasaba y me pidió que intentara tranquilizarme, que iba corriendo a la comisaría de la calle de la Luna a denunciarlo.

La puerta estaba hecha astillas, le faltaba un largo cuarterón que había en su mitad. Afortunadamente para mí, Carlos era un hombre grueso, grande, y no pudo meterse por ahí.

Apareció, ¡por fin!, la policía. Venían varios agentes de uni­forme y uno de paisano que los dirigía. Nos quedamos mirán­donos.

Pero ¿qué te pasa, Pilar? —me preguntó el secreta.

¡Dios mío, estamos rodeados! —exclamé. Aquel policía era ayudante de cámara de la escuela de cine. Con él había rodado un corto sobre La amante, de Alberto Moravia. Me lo pidió como favor Pilar Miró porque el director era un alumno suyo y aquel policía era el ayudante de cámara, el mismo que durante todo el rodaje me llevó en su moto al teatro. Era un infiltrado en la Escuela de Cine, un lugar lleno de jóvenes no muy adictos al régimen. Días más tarde fui a la escuela y me atendió un chico joven, al que advertí sobre la identidad del supuesto ayudante. Con los años supe que el muchacho con quien hablé era Imanol Uribe, hoy un magnífico director de cine, y que el operador al que el infiltrado ayudaba era Javier Aguirresarobe.

Volvamos a mi casa. Mientras la policía intentaba abrir des-de fuera el persistente cerrojo y así poder entrar, yo oía a mi ma­rido hablar con ellos.

—¡Les advierto que es actriz! Yo creo que no lo decía, o no solamente por eso, por la descalificación personal que él creía suponer mi profesión, sino por si yo montaba un numerito de llantos o algo así. De todas for­mas, para cuando entraron yo ya estaba perfectamente calmada. Mi control, mi falta de histerismo en los momentos de crisis, si había algo que alterara a Carlos era eso. Quizá porque a él le faltaba. Pasamos todos al saloncito y el policía me explicó que mientras no hubiera una sentencia en firme de separación, mi marido estaba en su derecho si quería llevarse a sus hijos. Como y cuando quisiera. Le contesté que cuando decía llevárselos no quería decir a aquí al lado, es que se los llevaba a Bagdad. El policía me dijo que él no podía hacer nada. Inmediatamente me entró la angustia de cómo levantar a esas horas a mis hijos. Por supuesto se habían despertado y estaban muy asustados. Me in­venté una historia y les conté que la abuelita Flora estaba muy malita y quería que ellos la cuidaran, que por eso había venido papá.

Carlos se los llevó a casa de su madre. El policía tuvo, ciertamente, un detalle. Insistió en que al no haber separación no se podía hacer nada, pero se ofreció a acompañarme a la comisaría y atestiguar lo que había visto, los tiros y los destrozos. Se lo agradecí y allí que nos fuimos. Tuve la oportunidad de conocer al que me había atendido por teléfono. Dejémoslo ahí.

Una anécdota sintomática de lo que era el país fue lo que le sucedió a mi amigo Damián en la comisaría de la calle de la Luna.

Buenas noches, vengo a denunciar que a una amiga mía su marido le está tirando la puerta abajo a tiros.

¿Y usted es el amigo? —preguntó suspicaz el policía.

No, yo soy un amigo. No el amigo —explicó puntilloso Damián—. Podría haber venido otro amigo porque esta señora tiene muchos.

¡Ah, así que tiene varios amigos! —replicó el agente.

Tiene muchos amigos… Y amigas… Oiga, ¿es que no van a hacer nada? En aquellos días la mujer era siempre sospechosa, cuando no directamente culpable de lo que sucediera.

A la mañana siguiente Mari Cruz, mi portera, me dijo que los vecinos se habían quejado de que la noche anterior su perra había ladrado mucho. Y yo, como el Tenorio, fijé un cartel en mi puerta. Bueno, en la tabla con que un carpintero había tapado los agujeros.

 Quien tenga cojones que venga a decirme sus quejas sobre la perra.

PILAR  Nadie lo hizo.

Carlos nunca fue a declarar al tribunal eclesiástico y fue de­clarado en rebeldía. Volvió a Bagdad sin los niños, claro. Yo es-taba trabajando por entonces en otro café teatro titulado ¡Flash, flash!, basado en textos de Jardiel Poncela y dirigido por Javier Laffleur. Tenía como compañeros a Manolo de Blas, Raúl Sender y Josefina Calatayud. Íbamos casi en régimen de cooperativa, así que no vimos dinero aunque, eso sí, el estreno fue precioso. Ese día llegué y me encontré en la sala a Evangelina Jardiel, estaba sentada con una niña. Nos presentaron.

¡Qué alegría —dijo Evangelina—, otra vez unidos el nombre de Jardiel y el de Bardem! Yo dije que sí, sonreí y pensé que la buena señora no debía conocer la historia de cómo Jardiel dejó a mis padres en la ruina. Don Rafael formó compañía, con todos los gastos que eso supo­nía echarse a la espalda, porque Jardiel le cedió los derechos de sus obras para representarlas fuera de Madrid, para hacer con ellas una gran tournée. Mi padre se empeñó hasta las cejas y, aun así, mi tía Guadita tuvo que dejarle dinero. Jardiel cambió de opinión y le quitó las obras. Aún conservo correspondencia en­tre ellos. Cuando yo nací mi padre estaba ya arruinado.

¡Va a salir muy bien! —siguió Evangelina—, porque a mi padre, que lo tengo siempre presente, a mi lado, le gustaban mucho estas cosas de la técnica y va a estar junto al chico del magnetófono para que no falle la música.

¡Pues cojonudo —contesté yo—, porque yo siempre lle­vo a mi madre encima y va a salir un estreno maravilloso! Empezamos la representación. Todo fue muy bien hasta que el muchacho del sonido pinchó una música para que yo canta-se y aquello no sonó. Lo hice a cappella y salimos del paso. Tras la función vino corriendo Evangelina.

¡No sé, no sé qué ha podido pasar! ¡Estoy convencida de que mi padre estaba al lado! ¡Seguro! —contesté—, tu padre estaba y también mi ma­dre. Y como tu padre llevó a la ruina a los míos, mi madre le ha debido pegar una hostia a tu padre. Por eso ha fallado el mag­netófono.

¡Ah! ¿Tú crees? Digo yo.

Evangelina era la mujer más graciosa del mundo y tiene el mismo sentido del humor que su padre. Fuimos muy amigas.

Las críticas del espectáculo fueron maravillosas y me compensaron el hecho de trabajar por amor al arte. Nunca vi un duro. Lo bueno fue que un día vino a vernos Fernán Gómez con Emma Cohen, ellos eran todo el público de aquel día. Al darse cuenta nos  


Cuadro de texto:   Cuadro de texto:   Cuadro de texto:    dijeron que por ellos no íbamos a hacer la función, que no hacía falta. Les contestamos que no había problema, que nos divertía­mos mucho haciéndola. La representamos para ellos con todas las ganas e ilusión del mundo. Quizá por lo que vio aquella noche, Fernando me contrató meses después para una obra de teatro.

Una vez conseguí la separación, me fui inmediatamente, corriendo, a cambiar el carné de identidad. Llegué, hice mi cola y cuando fue mi turno choqué otra vez con el surrealismo pa­trio. Veamos, yo le di mi carné al funcionario.

No está caducado —me dijo tras ojearlo.

Ya, vengo a modificarlo porque ha cambiado mi estado civil.

¡Ah!, se ha quedado viuda. Le acompaño en el senti­miento.

No, no señor. Soy separada.

Eso no existe.

¡Hombre, con el dinero que me ha costado no me diga usted que no existe! Señora, en España hay cuatro estados civiles: soltera, casada, viuda y monja.

El hombre insistía en que no existía la condición de separa-da y yo en discutírselo. La cola, lejos de impacientarse, asistía interesada a nuestra conversación.

Reflexionemos —dije—, ya sé que estoy casada por la Iglesia hasta que la muerte nos separe. Que no existe el divor­cio. Pero el carné de identidad es un documento civil y aquí tie­ne usted otro documento civil, el libro de familia, con un papel en el que dice que estoy legalmente separada, separada judicial. Por lo tanto, si en un documento aparezco casada y en otro se-parada, que es lo que estoy, habrá que arreglarlo para no incurrir en duplicidad o falsedad.

Sí, explicado así… —el hombre no parecía muy conven­cido—, pero a usted ¿qué más le da? ¿Cómo que qué más me da? Una mujer casada no puede trabajar, no puede vender o pignorar.

Pignoqué? ¡Pues eso, pignorar! A ver, más claro. Yo me voy a un ho­tel con un señor y con el DNI soy una adúltera, pero con la sen­tencia puedo hacer lo que me salga de las narices.

Oí a mi espalda un murmullo que evidenciaba cierta divi­sión de opiniones en la cola. El hombre abrió mucho los ojos, me acercó la cara y me habló en secreto.

Espere usted a que se muera.

Yo me quedé de piedra ante el consejo y no me atreví a preguntarle de quién debía esperar la muerte, si de mi marido o del Caudillo. Supongo que se refería a Su Excelencia. Era poco pro­bable que tuviera nada contra Carlos.

No hubo forma. Seguí casada en el DNI. Con la llegada de la democracia fui otra vez corriendo a cambiarlo. En vez del funcionario me topé con unas chicas muy progres y decididas.

¿Se puede poner que estoy separada? —pregunté cauta aunque ilusionada.

¡Claro, mujer! —me contestaron dicharacheras—. Aquí ponemos una S.

No, porque eso significa soltera —puntualicé.

¡Ah, pues una D! No, no porque eso es divorciada y el divorcio no existe en este país. Todavía.

¡Claro, claro. Pues ponemos SP! No —corregí otra vez—, de ninguna manera. Eso es ser-vicio público.

Finalmente tiraron por la calle de en medio y lo arreglaron con un Sep, por separada, no por el mes. Cuando me entregaron el carné estaba tan feliz que no miré lo demás. No vi que habían puesto sexo: varón. Me quedé con él igual y, ayudado con cier­tas confusiones que parecían alentar mi elevada estatura y mi voz ronca, ese carné me hizo ganar muchas apuestas y alguna copa.

La realidad corre siempre más que las leyes, especialmente lentas de reflejos en una dictadura. Cada vez más el país, la gente, iba por un lado y el Gobierno por otro. De ahí surgían estos encontronazos, estas situaciones paradójicas y de tinte surreal. Es curioso que en aquella España de Franco, en cuanto te salías de la norma aparecía un cura o una monja, te topabas con la Iglesia y sus categorías, que ya tenían poco o nada que ver con la vida real de las personas. Si eras, por ejemplo, una separada judicial te convertías en una anomalía dentro del sistema, pasa­bas a habitar una especie de limbo administrativo. Así y todo, ¡qué gran verdad es esa de que los gobiernos pasan pero los fun­cionarios no! ¡Cuánta sabiduría hay en los burócratas! Al final tuve que esperar a que se muriera.